domingo, 12 de febrero de 2012

La maldición de Zeus

Un hombre enfrente, de sangre y carne en el cuerpo. Luego, musculoso, descalzo, cabello rizado y blanco; barba abundante, mirada monárquica. Sentado en un trono, bastón en mano y alguna prenda cubriendo del ombligo hasta las rodillas. Todo marmóleo, gris con vetas blancas y nubes tatuadas. Nubes que, parece, nunca fueron tales; pero son semejantes.

De pronto, el pupitre con los rayones de este semestre y de los anteriores. De madera o de plástico, es lo mismo: un nuevo adepto se sentará ahí a poner todo su ser en la recepción del fuego sagrado. Un alumno, un sin luz. Y al frente, el pebetero por derecho divino. El gran dios del rayo y la tormenta; el águila emblemática de un cielo que todo lo mira y todo lo examina y que es inalcanzable.

Volvemos. A lo lejos, una estrella parece hablar en morse: Mnemósine. Algún día habría cuchillo bajo las ropas y entre las piernas, autoras de los pasos que no se dan por no separarse del trono o que no se volverán a dar. Nadie lo sabe, la mirada del monarca es insondable.

Pero ¿quién le ha puesto guirnaldas entre los rizos?

Las manos se posan en las páginas blancas, reacias a los tatuajes de un bolígrafo mordisqueado, olvidado, recuperado, prestado, nuevo o usado. Las pupilas se abren como platos, su profundidad se esconde en algún lado; las palabras de Zeus llegan como manjares sazonados con historias que seguro nacieron en la misma realidad que cualquier mortal; pero nada más llegar devienen ficción, las pestañas se tornan guirnalda y vuelan, palomas, a posarse en los rizos estrenados por ese nuevo modelo de Fidias.

El tiempo dijo que en su momento, habría navaja bajo las ropas del recolector de nubes. ¿Dónde quedó su cosecha? Tal vez pétrea en el mármol de su trono; tal vez fábrica de la vajilla que se le planta al frente, lista para recibir el banquete. Pero el alimento es de mostrador, nadie se nutre. Los oídos resguardan algo que de ser luz deviene humo y luego holograma de un vaso que debe llenarse con lo que se vierta de entre los labios del adepto.

¿Qué sucede entonces? Los dioses no son dioses sino hasta que existan creyentes.

No es Zeus quien petrifica el cielo, son las manos que acarician su piel las que lo hacen omnisciente.

Pero el tiempo se quedó pasmado cuando las pupilas dejaron de ser cenotes donde hay diálogo, donde el viento entra y acaricia el agua, la hace trémula y tal vez la preña. El tiempo y su daga son objeto del olvido, son mudos sin nombre, sin tierra. Mientras tanto, el parto de la lengua hace que las rodillas besen ese sendero que alguna vez tocaron las plantas del Zeus renovado, posmoderno; la piel se vierte en el vaso de las palabras como nubes recién recolectadas, se buscan llenar los moldes de tantas estatuillas, escapularios, pinturas, jarrones, bajorrelieves. Teatros que no dialogan, que presentan y no representan, que imitan, que no son artífices sino artificios en serie por voluntad propia. Todos forman un castillo de naipes que cae ¿y la identidad? En algún giro del viento volará.

Un mortal endiosado y sus palabras trocadas por hilos que se atan concienzudamente en cada poro. No se puede respirar sin autorización. Los dioses son eternos en los ojos de espejuelo, son de carne y hueso bajo el filo del tiempo.

¿Y qué pasó con la hoz y su testamento?

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