domingo, 26 de febrero de 2012

El arado

El sueño se desvanece en un sitio extraño, pequeño, asfixiante. Había duela con un boquete, parecía fosa por momentos. En el boquete, un perro golpeado y mordisqueado; ese mismo tornaba en cuervo. El cuervo apenas podía mover sus alas antes de chocar sus plumas con las paredes con el tapiz desprendiéndose de otro tapiz, que a su vez mostraba huecos que delataban otro tapiz. Extraño, el cuervo sudaba. Una gota cae en la duela, escurre por las junturas de las tablas y va dejando su rastro por las astillas que se asoman desde el suelo desnudo. La gota de sudor llega a los dedos de mis pies. Siento frío.

Las cobijas se han deslizado. Abro los ojos, apenas miro la luz artificial, mortecina y filtrada entre las cortinas azules. Mi zurda busca el móvil, presiono el botón rojo y miro que me restan dos horas de descanso o de sueño. Espero el sueño, mis dedos se aferran a las cobijas con la poca fuerza que tienen; mis pestañas se abrazan.

Una pared al frente, una pared sepia con ríos negros excavados suave y constantemente por el tiempo. Recargo mi palma derecha, un par de piedrecitas ruedan hasta el suelo; mis ojos las siguen apenas. La luz es casi nula, suficiente para adivinar las cosas por las sombras y los colores por los reflejos tímidos en las superficies. Abajo, el suelo es concreto frío y seguramente gris; mis pies descalzos sienten las piedrecitas que chocan, sienten frío y la superficie levemente terrosa. Huelo humedad y demasiados años sin luz en la mayor parte de los sitios.

Camino, apenas tres pasos a la izquierda y otra pared; regreso: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis... ocho pasos. Pared. A la derecha y luego de nuevo, derecha. Un cuarto rectangular, ocho por cuatro. Estiro mis manos y no alcanzan el techo; me pongo de puntas, ahora sí mis uñas apenas me ayudan a adivinar el techo. Vuelvo a mi sitio y coloco ambas palmas en la pared ¿qué habrá además de vejez? Por mis yemas pasan vibraciones e instantes después las escucho en mi cabeza y siento taquicardia ¡Secretos que se escuchan con los dedos!

Mis manos transitan por la pared, los ríos me cuentan de fluidos en la piel, en las paredes que escuchan las discusiones en las entrañas, en los ropajes de carne que hierve. Luego, hay sangre en los labios, sangre ajena; sangre en los dientes, sangre propia manando de la encía y un puño ajeno que busca hundirse en las mejillas con una vehemencia y recurrencia tales que pudiera olvidarse de su piel luego de tener tanto la mía. Luego, saliva; hay saliva por todos lados, en el pecho con rastros menudos y muy suaves, en el rostro con fuerza y la viscosidad del desprecio, en la comisura como huella del sueño. Luego, ojos; agua y ojos.

Mi anula encuentra una hendidura en la pared, hecha hace tiempo pero no por el tiempo aunque sí a causa de él. Una marca hecha con navaja o con uña o con piedra, pero una marca. Exploro y encuentro más, formadas en pelotones, cinco pelotones seguidos de otros cinco y otros cinco hasta formar cinco hileras de cinco. Veinticinco marcas.

Cada marca gime, canta, grita. Una es combate, otra es pasión, otra llanto, culpa, miedo, desesperación. Una es el aire que pasa raudo entre alquitrán, filtro y labio de ida, luego entre lengua y labios de regreso; esa ranura tiembla y grita que necesita de su piel.

¡Cada año tiene la piel del que los marcó! Eran de uña, duelen mis dedos, arden, siento hilos calientes por las yemas, las falanges, las muñecas, el antebrazo, el codo y luego... ¡Plack! ¡Plack! ¡Plack!

Tiemblan mis dedos. Toco las marcas y gritan que quieren su piel.

Un ladrido, un chillido y un aullido. Escucho un trote de patas y un jadear tan particular que al voltear sonrío, un perro negro; casi un lobo joven. Él se lanza contra mí con su lengua de fuera y al tocarme, se abre el esternón y mis carnes; los pulmones se rompen y suenan gritos estertóreos.

¡Miro mi corazón!

En un disco platinado, miro mi corazón. Se abre y crece, se trenza y crece, crece, crece hacia el rastro del perro que ya no está. Su rastro es polvo amarillento apenas perceptible por lo denso del aire. Mi corazón ha alcanzado esa nube de polvo, se rompe como una vara con navajas de obsidiana clavadas en sus costados, cada una torna amarilla. Flor de maguey.

Siento un cosquilleo, miro entre las flores un colibrí que vuela y bebe de cada una.

Entre las ranuras, una crece y engulle la totalidad del cosmos que habitaba en la celda, escucho un grito de mujer. Despierto, con la zurda busco el móvil y miro que restan diez minutos de sueño.

Duermo.

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