miércoles, 25 de enero de 2012

Devaluación

No es noticia, podríamos recitar de memoria no menos de cinco anécdotas de malinchismo: el generalizado y muy popular arte de despreciar la patria. Ambas palabras son dignas de sendas discusiones, pero no es ocasión de filología. Las tomaré en aras de la brevedad y la continuidad de mi discurso.

Cabe advertir que, como en ocasiones anteriores, esta es una reflexión, en absoluto pretendo subirme al púlpito o convocar antorchas; en todo caso pretendo dejar plasmadas mis palabras e invitar (exhortar suena muy trillado en el tema que me interesa esta vez) a pensar.

Es que, sólo con salir uno se da cuenta. ¡Hay talento de sobra en este país! Pero preferimos al extranjero; y digo preferimos por aquello del plural para matizar, que luego se dejan sentir las acusaciones y sus represalias.

Al relato.

Condechi, noche de algún día entre semana; una invitación personal. Primero, los nervios; luego, la calma expectante. Una linda entrevista, por demás con el entendido entre líneas de una charla entre amigos pero con público. Viene, entre muchos dardos envenenados, una conclusión: La colectividad en la que se supone que vivimos está llena de divas.

La charla, por cierto, era sobre la situación que pasa entre el teatro y las demás artes: nadie se apoya. Los escénicos no aceptan el apoyo de plásticos para escenografías o de músicos para sus efectos o de danzantes para coreografías; es más, ni siquiera de otras disciplinas. Tomaré como ejemplo este galimatías para mi reflexión.

Sí, ya se ha escuchado hasta el cansancio la telenovelita esta de la cubeta de cangrejos, pero no es a lo que apunto con mi texto. Lo mío es poco más que el consabido “no sabemos trabajar en equipo”.

Veamos. Cuando uno va al teatro, en particular si a uno le entusiasman o apasionan las artes escénicas y las historias, se va dando cuenta de que el público lego en el que está inmerso sale con la idea de que todo ha sido fingido, con sus muy honrosas excepciones. Pongamos por caso el de una obra con combate; es muy extraño toparse con un par de duelistas que se baten a muerte, más bien es un juego de choques de espadas casi premeditados y que en modo alguno muestran una exigencia por la defensa del pellejo. Entendemos que en escena se muestra una suerte de ficción unas veces más alejada otras, más cercana a la “realidad”; ciertamente el debate entre ficción y realidad en teatro es aún caluroso y no entraré en ese berenjenal.

Mi tema es: Una cosa es que nos relaten algo ficticio y otra que nos den atole con el dedo, y en ese sentido la única manera de evitarlo es que nuestros amigos escénicos acepten que un taxista debe verse como taxista y no como alguien que pretende ser taxista, un duelista se bate a muerte y no a pasar la escena o a cuidar el rostro “porque de eso vivo”. Sigamos con el caso, para cerrarlo; en la escena del duelo, puede que asista una persona que ni en los Juegos Olímpicos viera esgrima y todo esté bien, pero puede que entienda por algún motivo de algunos pases y entonces note que todo ha sido fingido, sale de la ficción y entonces el mensaje queda trunco: algo así como una película de cierto multinacional de caricaturas (que por cierto, cómo jode las tragedias hechas y derechas, para ejemplo la de Víctor Hugo). En el mismo caso, pongamos que no es ignorante pero tampoco entendido, sino que se ha peleado de menos en la calle y el resultado es similar: “Estos cabrones no se están dando como se debe” Y se pierde la atención.

Esto seguro deriva en qué entendemos por un producto bien hechecito, porque esto de vivir debiera ser más artesanal que en serie. Ciertamente la producción masiva tiene sus ventajas cuando de multitudes se trata, pero vida hay una y cada uno tiene la propia. En ese sentido viene la devaluación de cosas que se decían inmunes a esas triquiñuelas económicas. La cosa sencilla de hacerse un huevo en la mañana o recalentar los restos de la comida de ayer para desayunar, o bien de calentarse un carajo de café y despachar un bizcocho, ha devenido la terrible simplicidad de lo instantáneo. ¡Claro que eso apresura! Pero ¿acaso sabe igual que unas quesadillas a mano? Tal vez convenga revisar esos detalles.

Lo que quieran responder, cada uno en su cubil sabrá que no “da igual”.

Con la simplicidad viene la indiferencia. Pongamos aparte lo de los gustos y la ruptura de géneros a mi que no me digan que da igual un mezcaltico de a 10 que un galón comprado de manos oaxaqueñas.

Pero sigamos con la charla. Parece que estamos en la inercia de la indiferencia y entonces venimos con los extremos ya nada ficticios: ya no se valora ni se estima lo propio.

Podría citar a Cortázar o a Álex Grijelmo y su Defensa apasionada del idioma español, la cosa es que ya no sentimos lo propio como propio porque no somos capaces de diferenciar la sangre. No apreciamos y nos dejamos deslumbrar ¿recuerdan la cansada cantinela de los espejitos por oro?

No es que sea globalifóbico, es que si me voy a comprar unos jarritos de barro en definitiva prefiero los cocidos acá en México que las chinaderas, por baratas que sean. Y si estuviera en posibilidades de gestionar rescates, prefiero las alas de compatriotas que las ruedas de fierro españolas (conste que me fascina España, pero la patria es la patria).

Como ven, todo ello es cotidiano; si quieren cerrar con broche de oro, creo que prefiero cobrar en pesos que en euros, de menos para que el abarrotero no me miente la madre por unos chicles. Y ya en palabras mayores, creo que sentimos más decir ve chinga a tu madre que fok yu, ¿apoco no?

domingo, 22 de enero de 2012

Al terminar

En el aire flotan plumas sin nombre,
mis manos estrechan el istmo
entre mar del alba y mar de luna.

Antes de terminar, hay blanco.

Casi hueso en el papel,
en las uñas que lo rasgan,
que contigo son breve corsé.

Cuando escucho el viento entre tus labios, furtivo;
cuando miro mis ojos, mis venas, mis carnes,
cuando soy cautivo en el barro
que en tus entrañas has cocido.

Antes de terminar el día, la noche,
la tierra, la piel que nos habita.

Antes del punto y seguido, y del final,
la palabra que esconde su humedad.

Antes de encallar en el corazón de la selva,
la hoja corta el sueño con la lengua que la pinta.

Al final, amanecer y un cuento por rasgar bajo la piel.

domingo, 8 de enero de 2012

Tochtlán

Cuando fuimos espejo del cielo.

Mis ojos se inundan con tierra. Parece que voy muriendo con cada tramo. Me contaron una vez que, al morir, uno inicia un viaje; creo que debe ser así. Un viaje con mil máscaras de conejo… A la madriguera primordial pero que no es la misma que la primera.

No siento mi piel, no siento mis pasos; no siento mis pasos; no siento lo que sentía. Antes, un terrible peso sobre los hombros; una tensión muy fuerte en el cuello, exactamente ahí donde pasa la espina, como si tuviera cables gruesos y rígidos, fríos, que sostuvieran mi cabeza en su sitio. Antes, la mirada vigilaba los pasos y el rostro atestiguaba el sitio donde descansaría la sombra algunos instantes después. Mal, aterrado; pero estaba.

No siento todo eso que sentía. El venenoso maremoto en mi garganta que buscaba desahogar; su ponzoña jamás haría daño al dueño y origen de su furia, me haría daño sólo a mi. El veneno ya no se siente en las burbujas, pero el temblor de las olas sigue presente. En la garganta y con la lengua como playa, la marejada se deja sentir en los albores de las entrañas.

Caminé a esa tierra que mata. Arenas, tiempo, aire, agua. Todo se combina tras mis labios, tras mis ojos. Me asfixio con el aroma, un vago recuerdo al aire que atraviesa las hojas y las ramas. La cama de mis manos que yacen muertas, pero una extraña ventisca las jala y las empuja, las jala y las empuja, las jala y las empuja. Suaves, pobres, lloran sus migajas. Los granos se remueven bajo esa hojarasca y en mis ojos tiembla el agua.

¿Será el temblor por mis manos? ¿Será por la tierra desnuda? ¿Será que buscan o que reciben? ¡El temblor tímido de una gota en el alféizar! Un derrame que mira el aparente vacío y la ruta hasta la tierra donde, en una suerte de epilepsia fugaz, se romperá. El cristal con un golpe recibido.

En mis pestañas se quedan recuerdos de esa tierra y se hacen fango. Barro claro donde quise verterme, cálido; donde quiso habitar mi maremoto, sin veneno, donde pudo temblar y hervir hasta quedar calmo y exhausto.

Entre mis dedos, que son nervaduras de hojas entre las raíces, los cabellos con que se entrama la noche. Hilos de noche con sueños que se resbalan como amagos de sudor que en horas será el sereno que se ausenta del mar que escurre en mi litoral. Entre mis dedos, el telar; tu telar que atraviesa mis ojos, mis hojas, mis esponjas en el coral. De ellas sólo quedan los trazos etéreos. Los paños ocres, antes verdes, quedaron como barniz de tus tierras de arena.

Mis pupilas te recorren, las dunas se tiñen de rojo con el ocaso y luego de sepia, y luego de negro. Las huellas del sol en su espejo nocturno van a saltos y carreras por sus madrigueras. Bajo tus brazos el barro negro del Mictlán ¡entre tus piernas!

Sobre tus dedos, el barro claro de Paquimé con olor a otra aridez, a otros desiertos. En tus palmas, los lechos que claman y braman por ser vertederos; en tus plantas, las arenas que escurren por las montañas volcanes. Tierra.

Tengo dos pozos, hambrientos, vestidos de suelo de selva; con ellos voy pintando tu resto. Suelo cálido, oscuro, húmedo, jadeante. ¡Se mueven tus terrenos! Un conejo que va por los matorrales incipientes en mi pecho y luego a mis piernas, al pastizal denso. Te pinto de selva, del suelo húmedo, apretado y delgado. Y luego, coneja que nació cerca del río que cuidaba un sabino, despierto.

Tierra. Ahí estará para ser lecho del recuerdo, cuando tus pasos y los míos trotaron cara al sol y fueron las únicas plantas en los sueños del desierto.

jueves, 5 de enero de 2012

Hierba mala nunca muere

Hay un océano de gente aletargada y no sé si alcanzaré el aire que parece inerte. De flor se disfraza el tigre, sus garras son el tiempo que atraviesa la carne, las ropas, las pieles, el alma; sus dientes, el presente que miro como quien mira el miedo en cada paso y no los pasos… no el camino, quien hurga, pero no entre la hierba sino en ella, sobre ella sin sombra. El presente me come, no miro el pasado que dejó su huella húmeda y perenne en mi carne. El futuro no es ese que parece que se cierne sobre mí, aunque le pongo ropa de dientes; por no mirar la muerte, digo que la tormenta es mañana cuando es el instante que me muerde.

Hierba mala nunca muere, dicen, pero envenena a los demás. Llenamos dos, tres, cuatro días de un bisiesto que acaba en dos, nubes en el cielo y un sabor más agrio que dulce en la muda de calendario. La sazón de cada invierno, ese que sabemos crudo y duro pero que pintamos de rojos ajenos, de cascabeles, que poco a poco el rojo propio de ciertas hojas se esfuma ante los cristales y los plásticos; tal vez quede poco para tener flores encarnadas y poner muérdagos en los dinteles.

Seguro estos días son de ataques continuos a las agendas, de gimnasios llenos, de recato en los gastos, de ceniceros limpios y destapadores desolados. Seguro resuena el sí se puede como un eco grotesco y distorsionado de los villancicos de hace un par de semanas, cuando una tradición que ha quedado como maniquí sirve de nuevo pretexto para mil cosas. Todo ahora es bondad… todo parece serlo.

Estoy cierto que no seré el único amague de realismo y precisamente los ánimos de publicar estos pensamientos se basan en que la fuerza del río reside en su caudal. Pero ¿para qué la reflexión? ¿Para qué aguar la fiesta? De todas formas son tiempos de campaña… lo que sea que signifique eso.

Sí, campaña parece incluir el no pensar como requisito. Parecemos clientela frecuente del mismo yerbero…  La verde para relajarse, para apendejarse y dejar que todo fluya, sin tocarlo, sin abrazarlo, sin besarlo; porque todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es quedar.
Pero esto del veinte doce no es sólo cuestión de estar atentos a los 10 últimos segundos –previo consenso– ni de verter el mismo vino en las mismas copas ni de cambiar menús o actividades o sitos. Porque no es cambiar de día, y aún cambiar de día no es baladí.

Tampoco quiero sumarme a toda la paranoia con fundamentos cuestionables y argumentos flojos que invade los oídos, ojos y bocas. Pero vamos, es cambio de año y año con cambios, como cada día.
Es año nuevo, recién nacido, y todo sigue igual. El cambio por el cambio, como ese  que vino con el 2000; ese acrítico que inflama los pechos y brama a todos los vientos cuán bueno es cambiar.

¿Cambiar?

Habría que revisar qué es eso.

“[…] el tiempo sólo marca los vagos rastros del camino de la muerte.” (Albert Camus)