domingo, 8 de enero de 2012

Tochtlán

Cuando fuimos espejo del cielo.

Mis ojos se inundan con tierra. Parece que voy muriendo con cada tramo. Me contaron una vez que, al morir, uno inicia un viaje; creo que debe ser así. Un viaje con mil máscaras de conejo… A la madriguera primordial pero que no es la misma que la primera.

No siento mi piel, no siento mis pasos; no siento mis pasos; no siento lo que sentía. Antes, un terrible peso sobre los hombros; una tensión muy fuerte en el cuello, exactamente ahí donde pasa la espina, como si tuviera cables gruesos y rígidos, fríos, que sostuvieran mi cabeza en su sitio. Antes, la mirada vigilaba los pasos y el rostro atestiguaba el sitio donde descansaría la sombra algunos instantes después. Mal, aterrado; pero estaba.

No siento todo eso que sentía. El venenoso maremoto en mi garganta que buscaba desahogar; su ponzoña jamás haría daño al dueño y origen de su furia, me haría daño sólo a mi. El veneno ya no se siente en las burbujas, pero el temblor de las olas sigue presente. En la garganta y con la lengua como playa, la marejada se deja sentir en los albores de las entrañas.

Caminé a esa tierra que mata. Arenas, tiempo, aire, agua. Todo se combina tras mis labios, tras mis ojos. Me asfixio con el aroma, un vago recuerdo al aire que atraviesa las hojas y las ramas. La cama de mis manos que yacen muertas, pero una extraña ventisca las jala y las empuja, las jala y las empuja, las jala y las empuja. Suaves, pobres, lloran sus migajas. Los granos se remueven bajo esa hojarasca y en mis ojos tiembla el agua.

¿Será el temblor por mis manos? ¿Será por la tierra desnuda? ¿Será que buscan o que reciben? ¡El temblor tímido de una gota en el alféizar! Un derrame que mira el aparente vacío y la ruta hasta la tierra donde, en una suerte de epilepsia fugaz, se romperá. El cristal con un golpe recibido.

En mis pestañas se quedan recuerdos de esa tierra y se hacen fango. Barro claro donde quise verterme, cálido; donde quiso habitar mi maremoto, sin veneno, donde pudo temblar y hervir hasta quedar calmo y exhausto.

Entre mis dedos, que son nervaduras de hojas entre las raíces, los cabellos con que se entrama la noche. Hilos de noche con sueños que se resbalan como amagos de sudor que en horas será el sereno que se ausenta del mar que escurre en mi litoral. Entre mis dedos, el telar; tu telar que atraviesa mis ojos, mis hojas, mis esponjas en el coral. De ellas sólo quedan los trazos etéreos. Los paños ocres, antes verdes, quedaron como barniz de tus tierras de arena.

Mis pupilas te recorren, las dunas se tiñen de rojo con el ocaso y luego de sepia, y luego de negro. Las huellas del sol en su espejo nocturno van a saltos y carreras por sus madrigueras. Bajo tus brazos el barro negro del Mictlán ¡entre tus piernas!

Sobre tus dedos, el barro claro de Paquimé con olor a otra aridez, a otros desiertos. En tus palmas, los lechos que claman y braman por ser vertederos; en tus plantas, las arenas que escurren por las montañas volcanes. Tierra.

Tengo dos pozos, hambrientos, vestidos de suelo de selva; con ellos voy pintando tu resto. Suelo cálido, oscuro, húmedo, jadeante. ¡Se mueven tus terrenos! Un conejo que va por los matorrales incipientes en mi pecho y luego a mis piernas, al pastizal denso. Te pinto de selva, del suelo húmedo, apretado y delgado. Y luego, coneja que nació cerca del río que cuidaba un sabino, despierto.

Tierra. Ahí estará para ser lecho del recuerdo, cuando tus pasos y los míos trotaron cara al sol y fueron las únicas plantas en los sueños del desierto.

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