viernes, 24 de febrero de 2012

El suelo que no habla

Vibra, una roca vibra y su contorno intermitente traza ondas muy semejantes al perímetro de la silueta de la roca. El agua vibra y las burbujas que bucean desde no sé dónde cambian el rumo; pero no lo siguen. No hay un rumbo que seguir, no hay una necesidad ni una búsqueda evidente. Las burbujas bucean con sus trocitos de cielo en las entrañas y se dejan llevar por el agua que danza.

Danza, el agua danza porque entra en calor y luego se enfría; el vaivén de las burbujas choca con la intermitencia de la silueta. Mis pies jamás tocarían ese ritual, hay cuero entre sus vibraciones y las de mi cuerpo; la piel suda dentro de la tela, la carne tiembla y busca la humedad otra. Miro una silueta desdibujada, atravesada y rota por la danza que conjuga los calores del agua, el buceo del cielo y el contorno de la tierra. Abajo, el lecho es duro y accidentado. Me agacho, la piel sigue gimiendo de sed.

El índice se acerca, acusador primero ante la negrura del espejo; luego curioso. A instantes de atravesar, mi mirada se torna agradecida: Adán que baja ante su reflejo.

Vibra, el agua vibra cuando una roca la atraviesa tras un leve remedo de puntapié. Vibra, el espejo vibra cuando el dedo lo atraviesa; comienza la epidemia. Bajo la piel mojada hay carne que tiembla, la frescura comienza a infiltrarse. La buscaba, la buscaba, la buscaba: El cuerpo sacrificado en un cenote que el mundo ha olvidado, que medita en el otro silencio.

Va dentro, dentro, dentro. En mis ojos se ve la silueta trasformada en nebulosa.

Aire en mi nariz: adentro, afuera. Llega a la superficie y le inyecta nuevas ondas. La nebulosa sigue su movimiento. Mi uña toca el fondo un breve instante antes que la piel: duro. El espejo sigue negro. El agua vibra, el suelo no. Saco mi dedo y escurre, hay gotas que regresan en una estela hasta el agua madre.

Todo entró en la negrura de mis pupilas y quedó.

La nebulosa se sumerge mientras dejo su lecho atrás, sin huellas que acusen la entrevista. Nada en mis recuerdos, un reflejo que bucea entre palabras que le arrojo.

Limpio mi dedo, el agua parece no quedarse en los surcos de mi piel; en la ropa está bien, eso que nos viste y luego va al cesto, al agua, al sol, al bote, al camión, al tiradero.

¿Qué sería del reflejo que tocó Adán?

Se quedó en ese lecho impermeable, estéril. Ahí no pueden sembrarse nombres, vidas, muertes; ahí el calor se queda un tiempo, luego sale, hiriente. Los pasos no contagian cuando vibran. Ese suelo no pare ni comparte, regresa un remedo de sombra que aún no cobija; no conversa, es aborto de respuesta.

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