jueves, 24 de noviembre de 2011

Otoño

Las hojas caen. El viento marca el ritmo con el que bailan. Haz, envés; haz, envés.

El suelo se alfombra con hojas que miraron sin mirar las lluvias con sus visitas sui generis. Mis pies tocan, sienten, leen. Saborean palabras no escritas, simbolizadas en un verde o un ocre o un sepia o un sinnúmero de colores que no alcanzo a distinguir con la mirada, pero sí con la lengua.

Las hojas rozan. Sístole, diástole; haz, envés.

De pronto veo que una baila con el barro de una jardinera, parece atrapada en un hilo de seguridad; hoja cirquera en su cuerda. Siento en el talón otra, oscura, de antier o tal vez no tan pretérita; la siento cercana, con aires de sal, de nieve, de nube. Escurre por mi mano otra. Otra, otra. Otras.

Las pupilas se me inundan de una alfombra que no grita, que no habla, que no gime ni pide ni exige ni llama. Ni nada.

Mis ojos me exigen las mire; mis labios que las habiten. Quieren habitar ese espacio tan breve que fue, que permanece en un terreno prohibido para mis manos. Tras un cristal.

Sólo sé que llueve. Llueven hojas, llueve agua, llueven mil días en un solo jueves. Llueve un sol velado. Sus despojos escurren y mis palmas, ansiosas por su tacto, tiemblan, se resignan a que en sus ajuares lo que pudo ser se mantenga inerte.

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